viernes, 8 de enero de 2016

AÑO NUEVO VIEJO



Horacio Luján Martínez[1]


Terminó 2015, año complicado y complejo como pocos. Año de supuesta ascensión del conservadurismo en Latinoamérica. Tiempo de hipótesis y conjeturas sobre si estamos ante un fin de ciclo de los gobiernos llamados “progresistas”. Conjeturas que oscilan entre la hipótesis de un pueblo engañado o cínico, o sobre el carácter cíclico de una virtual psicología de masas que prefiere “querer la nada a no querer”. Así, en Argentina se piensa en la seducción de un marketing que llevaría al “pueblo” a votar contra sus propios intereses. Algo parecido ronda los análisis sobre el pedido de “impeachment” a la presidenta Dilma Rousseff en Brasil.
            Este 2015 termina con sabor a 1955 en Argentina y con sabor a más de lo mismo en Brasil: la elite que no soporta mejoras básicas de aquello que llamamos de “calidad de vida” en sus clases más vulnerables.
            Por eso los votos con y de buena voluntad deben ser estratégicos. Hay mucho para hacer en Sudamérica. No se falló, lo que no es lo mismo que proclamar infalibilidad: las fuerzas nunca se equilibran, por eso son fuerzas. Una fuerza política sólo procura el consenso cuando perdió o cuando ese consenso oculta las pautas de rendición de la oposición. Dejo sentado un truísmo: en el juego de la política, como en todo juego, se gana y se pierde.
Dicho esto, creo que debemos realizar una mirada retrospectiva que tenga impronta de reinvención. Alguien postuló la “desmitologización” y la “descaudillación” de la política. Pensamos que no hay mito mayor que el de creer que se puede pensar sin mitos o creencias. Quiero decir: nadie domina todos los presupuestos embutidos en su discurso ni las consecuencias que éste puede llegar a tener. Todo uso de lenguaje carga una “cosmovisión” de la que raras veces quien discursa, afirma o enumera, es consciente.
El filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein hace – en su libro “Sobre la certeza” – una distinción que intuyo religiosa y hasta centenaria, entre “la inocencia del que nunca fue tentado y la ingenuidad que se conquista”. Ser ético en política y serlo de modo auténtico no es “ser inocente”, este fue el mito dañino que nos hizo creer que sólo podría hacer política honesta quien no fuese político de carrera. El resultado es la troupe de deportistas, artistas y cómicos que emergieron con la dudosa espontaneidad que les daba un escepticismo ampliamente distribuido y compartido por la ciudadanía.
            Lo que pienso como una “conquista de la ingenuidad” es estar a la altura del mito que congrega como comunidad a un grupo de personas que comparte algunos criterios éticos básicos. La oposición se cansó de hablar del “relato kirchnerista” queriendo concluir con esa expresión, que habría engañadores y engañados. Las manifestaciones y convocaciones espontaneas demuestran lo contrario: muestran a un pueblo que sabe lo que hace y que está a la altura de sentirse soberano como para pagar los costos de un proyecto común.
            La reivindicación de un proyecto inclusivo de país es la “ingenuidad” con la que queremos vivir. Digo “ingenuidad” pero hablo de “ingenuidad conquistada” porque sabemos que vamos a recibir el golpe bajo de una oposición que se maneja y alimenta con cinismo. Las promesas de campaña olvidadas al día siguiente exhiben a que vinieron los que vinieron.
            Por detrás de una cumbia mal cantada y peor bailada lo que hay es una exigencia de inocencia: la de que los “eficientes tecnócratas” son buenos porque trabajan en función de resultados racionales.
Coreografía que sólo puede acabar con el desolador espectáculo de un teatro abandonado.


[1] Profesor del Curso de Filosofia de la PUCPR (Pontifícia Universidade Católica do Paraná) Campus Curitiba. Investigador visitante en el CSD (Centre for the Study of Democracy) de la Universidad de Westminster (Londres, UK), estadía realizada con auxílio de la Fundação CAPES (Coordenação de Aperfeiçoamento do Pessoal de Nível Superior) de Brasil.

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