Horacio Luján Martínez[1]
Terminó 2015,
año
complicado y complejo como pocos. Año de supuesta ascensión del conservadurismo
en Latinoamérica. Tiempo de hipótesis y conjeturas sobre si estamos ante un fin
de ciclo de los gobiernos llamados “progresistas”. Conjeturas que oscilan entre
la hipótesis de un pueblo engañado o cínico, o sobre el carácter cíclico de una
virtual psicología de masas que prefiere “querer la nada a no querer”. Así, en
Argentina se piensa en la seducción de un marketing que llevaría al “pueblo” a
votar contra sus propios intereses. Algo parecido ronda los análisis sobre el
pedido de “impeachment” a la presidenta Dilma Rousseff en Brasil.
Este
2015 termina con sabor a 1955 en Argentina y con sabor a más de lo mismo en
Brasil: la elite que no soporta mejoras básicas de aquello que llamamos de
“calidad de vida” en sus clases más vulnerables.
Por
eso los votos con y de buena voluntad deben ser estratégicos. Hay mucho para
hacer en Sudamérica. No se falló, lo que no es lo mismo que proclamar
infalibilidad: las fuerzas nunca se equilibran, por eso son fuerzas. Una fuerza
política sólo procura el consenso cuando perdió o cuando ese consenso oculta
las pautas de rendición de la oposición. Dejo sentado un truísmo: en el juego
de la política, como en todo juego, se gana y se pierde.
Dicho esto, creo que debemos
realizar una mirada retrospectiva que tenga impronta de reinvención. Alguien
postuló la “desmitologización” y la “descaudillación” de la política. Pensamos
que no hay mito mayor que el de creer que se puede pensar sin mitos o creencias.
Quiero decir: nadie domina todos los presupuestos embutidos en su discurso ni
las consecuencias que éste puede llegar a tener. Todo uso de lenguaje carga una
“cosmovisión” de la que raras veces quien discursa, afirma o enumera, es
consciente.
El filósofo austríaco
Ludwig Wittgenstein hace – en su libro “Sobre la certeza” – una distinción que
intuyo religiosa y hasta centenaria, entre “la inocencia del que nunca fue
tentado y la ingenuidad que se conquista”. Ser ético en política y serlo de
modo auténtico no es “ser inocente”, este fue el mito dañino que nos hizo creer
que sólo podría hacer política honesta quien no fuese político de carrera. El
resultado es la troupe de deportistas, artistas y cómicos que emergieron con la
dudosa espontaneidad que les daba un escepticismo ampliamente distribuido y
compartido por la ciudadanía.
Lo
que pienso como una “conquista de la ingenuidad” es estar a la altura del mito
que congrega como comunidad a un grupo de personas que comparte algunos
criterios éticos básicos. La oposición se cansó de hablar del “relato
kirchnerista” queriendo concluir con esa expresión, que habría engañadores y
engañados. Las manifestaciones y convocaciones espontaneas demuestran lo
contrario: muestran a un pueblo que sabe lo que hace y que está a la altura de
sentirse soberano como para pagar los costos de un proyecto común.
La
reivindicación de un proyecto inclusivo de país es la “ingenuidad” con la que
queremos vivir. Digo “ingenuidad” pero hablo de “ingenuidad conquistada” porque
sabemos que vamos a recibir el golpe bajo de una oposición que se maneja y
alimenta con cinismo. Las promesas de campaña olvidadas al día siguiente
exhiben a que vinieron los que vinieron.
Por
detrás de una cumbia mal cantada y peor bailada lo que hay es una exigencia de
inocencia: la de que los “eficientes tecnócratas” son buenos porque trabajan en
función de resultados racionales.
Coreografía que sólo puede
acabar con el desolador espectáculo de un teatro abandonado.
[1] Profesor
del Curso de Filosofia de la PUCPR (Pontifícia Universidade Católica do Paraná)
Campus Curitiba. Investigador visitante en el CSD (Centre for the Study of
Democracy) de la Universidad de Westminster (Londres, UK), estadía realizada
con auxílio de la Fundação CAPES (Coordenação de Aperfeiçoamento do Pessoal de
Nível Superior) de Brasil.
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