El clima de hostilidad y
estigmatización instalado desde los discursos del actual gobierno se evidencia
en la no poca aceptación social hacia los despidos a trabajadores, la represión
a manifestantes o la persecución a militantes. El riesgo de esta instalación en
el humor social es la creación de una cultura que alimenta al monstruo de la
violencia hacia el semejante.
Por
Nora Merlin*
(para
La Tecl@ Eñe)
Los seis golpes de Estado
realizados en Argentina entre 1930 y 1976 por las Fuerzas Armadas con el
apoyo de las élites económicas, permiten sostener que esa práctica se había
naturalizado. De algún modo, la sociedad civil se había acostumbrado y, periódicamente,
aguardaba la interrupción del orden democrático. Sin embargo, el golpe de 1976
no fue como los anteriores y supuso un quiebre en ese lamentable
hábito. Se trató de un hecho traumático sin precedentes en la región, que
lesionó para siempre la identidad del país. Entre 1976 y 1983 se produjeron
todo tipo de violaciones a los derechos humanos y el terror se hizo cotidiano.
El estado de excepción “generalizado” en que vivía el país representó la mayor
crueldad de la historia Argentina, superando todos los patrones de juicio moral
existentes, los conceptos disponibles y las categorías políticas utilizadas
hasta entonces. Desde fines de la década de 1950, los militares argentinos
aprendieron las técnicas de violencia física por intermedio del ejército
francés. Éste desarrolló la doctrina de la guerra antisubversiva en Indochina y
Argelia, y transmitió al ejército argentino sus experiencias sobre la
desaparición de personas, aunque fueron los nazis quienes por primera vez
implementaron la figura del detenido-desaparecido. El Decreto “Noche y niebla”
de Hitler, fechado el 7 de diciembre de 1941, daba curso a las
desapariciones forzadas de los opositores al régimen, quienes eran llevados
clandestinamente durante “la noche y la niebla”. Para mantener en incertidumbre
a la familia y a la población, no se ofrecía dato alguno sobre el destino del
detenido.
La dictadura argentina del
terror recurrió a la desaparición de personas y los campos de concentración.
Eran procedimientos que para los militares presentaban “ventajas”: el
desconocimiento sobre el paradero de los desaparecidos infundía miedo y
angustia social, afectos necesarios para despolitizar y aplicar un plan
económico neoliberal sin resistencia de la población. Ocultar la prueba del
cuerpo del delito permitía impunidad a los militares, que negaban todo. Nadie
sabía nada ni se hacía responsable.
Además de la táctica de
desaparición de personas, el régimen nazi puso en funcionamiento los campos de
concentración. El mal radical, concepto establecido por Hannah Arendt en Los
orígenes del totalitarismo (1951), arrojó alguna luz sobre lo que allí sucedía.
La maquinaria de producción de “cadáveres vivos” no perseguía sólo la muerte
sino la dominación total de las víctimas, transformando a un sujeto en un objeto
denigrado, borrando toda huella de singularidad. Allí las personas eran
reducidas a seres fantasmales, incluso en el momento en que se dirigían hacia
la muerte. El desaparecido llevado al campo de concentración quedaba fuera de
la ley, sin derechos jurídicos, despojado de toda pertenencia y dignidad
humana. Sus victimarios habían ya traspasado todo límite moral, toda vergüenza
y asco, los tres diques civilizatorios establecidos por Freud. Los campos
demostraron que era posible aniquilar seres humanos sin que fuera necesaria su
eliminación física.
A pesar de la lógica
antidemocrática perversa y la violencia instalada, tanto la Alemania nazi como
la Argentina del Proceso militar precisaban de cierto consenso social. Era
necesario contar con un cuerpo social obediente, de autómatas manipulables y
atontados que nieguen, no (se) pregunten ni quieran saber lo que estaba
sucediendo. Los regímenes totalitarios sólo pueden tener lugar si prohíben y
desacreditan la política, lo que va de la mano de la producción de una cultura
unida por el miedo y la instauración de un enemigo interno, al que es
imperativo desechar por su peligrosidad. Con vistas a producir ese enemigo,
Hitler estableció un Ministerio de Propaganda, liderado por Joseph Goebbels,
que se encargaba de comunicar el mensaje nazi. El objetivo principal era
diseminar el antisemitismo, instalar el odio al judío como un ser consumido por
el dinero y un enemigo peligroso por su maldad intrínseca. De un modo análogo,
la propaganda desarrollada por la Junta Militar argentina se orientaba a crear
un ambiente de hostilidad contra los “subversivos” y “terroristas” de ideología
marxista, quienes eran presentados como enemigos internos de la cultura
occidental y cristiana (en esa caracterización se incluía a todo el campo
popular politizado). Los militares buscaban legitimar la represión; con la
excusa de llevar a cabo una tarea “normalizadora” de la sociedad, requerían la
aceptación social de la represión y el autoritarismo. En este sentido, la junta
militar continuó la estrategia propagandística que había comenzado durante el
gobierno de Isabel Perón. En su gobierno se había instalado alrededor del
Obelisco un cartel con la leyenda “el silencio es salud”, que aludía a un ruido
político indeseado y al intento de silenciamiento de toda aquella forma de
hacer política que no fuera la oficialista. Durante la celebración
del Mundial de fútbol de 1978 el gobierno realizó una intensa operación
publicitaria, basada en el slogan “los argentinos somos derechos y humanos”, para
contrarrestar una supuesta campaña anti-argentina. Los medios de
comunicación cumplieron un papel determinante en la manipulación de la
subjetividad: desinformaron, ocultaron, silenciaron opiniones y ejercieron la
censura explícita e implícita.
En resumen, con el argumento de
que el fin justifica los medios, los totalitarismos precisan conseguir un
consenso social que avale las prácticas violentas que llevan a cabo y las
legitime. Los objetivos políticos de los totalitarismos son disciplinar a la
sociedad y, en la mayoría de los casos (así en los que revisamos), aplicar un
plan económico que privilegia a elites económicas minoritarias. Para ello se
vuelve imprescindible unir a la cultura a través de la producción de odio
social y miedo hacia un enemigo interno. De allí que se imponga la creencia en
la necesidad de restaurar un supuesto orden quebrado por el peligroso enemigo y
recuperar los valores que éste destruyó.
En Freud, Lacan y Laclau la
operación de rechazo es, respectivamente, constitutiva de la realidad, del
sujeto y de la construcción política hegemónica. En las tres teorías, la
proyección al exterior de la pulsión de muerte, lo segregado en Lacan y el
heterogéneo de Laclau (para estos últimos, se trata del objeto a que designa la
imposibilidad), la conceptualización del rechazo estructural de ningún modo
implica la conformación de un enemigo; más bien, el rechazo es aquello que en
Lacan divide al sujeto y en Laclau constituye el conflicto político en dos
campos adversarios (no en enemigos). Delimitar el lugar vacío e imposible de lo
social hace posible la vida democrática, entendida como un lugar abierto para
la invención política y la irrupción contingente del pueblo. En cambio, cuando
en lugar de conformarse en una exclusión constitutiva que impide el cierre y el
todo, el rechazo se sustancializa y es transformado en un ser, un enemigo
ontológico, observamos como inevitable consecuencia el surgimiento de una
sociedad unida por el odio. Situamos en esta vertiente esencialista toda una
serie de fenómenos que producen exclusión social: distintas formas de racismo y
fenómenos de xenofobia.
El gobierno argentino actual,
estimulado por los medios de comunicación, intenta imponer una forma de
concebir la república como un sistema de instituciones, leyes y costumbres, que
debe suprimir los excesos del pueblo (la turba caótica) en la calle. Se fomenta
entonces la idea de que la función de la democracia, “la buena”, pasa por el
control del exceso colectivo –es decir, la represión del pueblo–, pues se juzga
que sus manifestaciones son contrarias al orden republicano.
Esta concepción suscribe como
ideal la instauración de la armonía y el consenso republicano, velos elegantes
bajo los que se encubren inconfesados anhelos de supresión de la política. Se
reprime la protesta social a través de la aplicación del protocolo de
seguridad, se estigmatiza a los militantes como ñoquis, al kirchnerismo, a
Milagro Sala, a los manteros, a los vagos choriplaneros, etc.
En un sentido opuesto al amor
que tiende a la unión, el odio desune, separa, implica ruptura del vínculo
social. Observamos la agudización de la hostilidad entre los semejantes: no
poca gente aplaude los despidos a trabajadores, la represión a manifestantes,
la persecución a militantes. Una cultura reunida por el odio y la construcción
de un enemigo surgido del propio pueblo, es una cultura en riesgo que alimenta
al monstruo de la violencia y la inseguridad.
Buenos Aires, 10 de marzo de
2016
*Psicoanalista (UBA)-Magister
en Ciencias Políticas (IDAES)
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