viernes, 1 de abril de 2016

La instalación del enemigo

El clima de hostilidad y estigmatización instalado desde los discursos del actual gobierno se evidencia en la no poca aceptación social hacia los despidos a trabajadores, la represión a manifestantes o la persecución a militantes. El riesgo de esta instalación en el humor social es la creación de una cultura que alimenta al monstruo de la violencia hacia el semejante.

Por Nora Merlin*

(para La Tecl@ Eñe)



Los seis golpes de Estado realizados  en Argentina entre 1930 y 1976 por las Fuerzas Armadas con el apoyo de las élites económicas, permiten sostener que esa práctica se había naturalizado. De algún modo, la sociedad civil se había acostumbrado y, periódicamente, aguardaba la interrupción del orden democrático. Sin embargo, el golpe de 1976 no fue como los anteriores y supuso un quiebre en ese lamentable hábito. Se trató de un hecho traumático sin precedentes en la región, que lesionó para siempre la identidad del país. Entre 1976 y 1983 se produjeron todo tipo de violaciones a los derechos humanos y el terror se hizo cotidiano. El estado de excepción “generalizado” en que vivía el país representó la mayor crueldad de la historia Argentina, superando todos los patrones de juicio moral existentes, los conceptos disponibles y las categorías políticas utilizadas hasta entonces. Desde fines de la década de 1950, los militares argentinos aprendieron las técnicas de violencia física por intermedio del ejército francés. Éste desarrolló la doctrina de la guerra antisubversiva en Indochina y Argelia, y transmitió al ejército argentino sus experiencias sobre la desaparición de personas, aunque fueron los nazis quienes por primera vez implementaron la figura del detenido-desaparecido. El Decreto “Noche y niebla” de Hitler, fechado el 7 de diciembre de 1941, daba curso a las desapariciones forzadas de los opositores al régimen, quienes eran llevados clandestinamente durante “la noche y la niebla”. Para mantener en incertidumbre a la familia y a la población, no se ofrecía dato alguno sobre el destino del detenido.

La dictadura argentina del terror recurrió a la desaparición de personas y los campos de concentración. Eran procedimientos que para los militares presentaban “ventajas”: el desconocimiento sobre el paradero de los desaparecidos infundía miedo y angustia social, afectos necesarios para despolitizar y aplicar un plan económico neoliberal sin resistencia de la población. Ocultar la prueba del cuerpo del delito permitía impunidad a los militares, que negaban todo. Nadie sabía nada ni se hacía responsable.



Además de la táctica de desaparición de personas, el régimen nazi puso en funcionamiento los campos de concentración. El mal radical, concepto establecido por Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo (1951), arrojó alguna luz sobre lo que allí sucedía. La maquinaria de producción de “cadáveres vivos” no perseguía sólo la muerte sino la dominación total de las víctimas, transformando a un sujeto en un objeto denigrado, borrando toda huella de singularidad. Allí las personas eran reducidas a seres fantasmales, incluso en el momento en que se dirigían hacia la muerte. El desaparecido llevado al campo de concentración quedaba fuera de la ley, sin derechos jurídicos, despojado de toda pertenencia y dignidad humana. Sus victimarios habían ya traspasado todo límite moral, toda vergüenza y asco, los tres diques civilizatorios establecidos por Freud. Los campos demostraron que era posible aniquilar seres humanos sin que fuera necesaria su eliminación física.

A pesar de la lógica antidemocrática perversa y la violencia instalada, tanto la Alemania nazi como la Argentina del Proceso militar precisaban de cierto consenso social. Era necesario contar con un cuerpo social obediente, de autómatas manipulables y atontados que nieguen, no (se) pregunten ni quieran saber lo que estaba sucediendo. Los regímenes totalitarios sólo pueden tener lugar si prohíben y desacreditan la política, lo que va de la mano de la producción de una cultura unida por el miedo y la instauración de un enemigo interno, al que es imperativo desechar por su peligrosidad. Con vistas a producir ese enemigo, Hitler estableció un Ministerio de Propaganda, liderado por Joseph Goebbels, que se encargaba de comunicar el mensaje nazi. El objetivo principal era diseminar el antisemitismo, instalar el odio al judío como un ser consumido por el dinero y un enemigo peligroso por su maldad intrínseca. De un modo análogo, la propaganda desarrollada por la Junta Militar argentina se orientaba a crear un ambiente de hostilidad contra los “subversivos” y “terroristas” de ideología marxista, quienes eran presentados como enemigos internos de la cultura occidental y cristiana (en esa caracterización se incluía a todo el campo popular politizado). Los militares buscaban legitimar la represión; con la excusa de llevar a cabo una tarea “normalizadora” de la sociedad, requerían la aceptación social de la represión y el autoritarismo. En este sentido, la junta militar continuó la estrategia propagandística que había comenzado durante el gobierno de Isabel Perón. En su gobierno se había instalado alrededor del Obelisco un cartel con la leyenda “el silencio es salud”, que aludía a un ruido político indeseado y al intento de silenciamiento de toda aquella forma de hacer política que no fuera la oficialista. Durante la celebración del Mundial de fútbol de 1978 el gobierno realizó una intensa operación publicitaria, basada en el slogan “los argentinos somos derechos y humanos”, para contrarrestar una supuesta campaña anti-argentina. Los medios de comunicación cumplieron un papel determinante en la manipulación de la subjetividad: desinformaron, ocultaron, silenciaron opiniones y ejercieron la censura explícita e implícita.

En resumen, con el argumento de que el fin justifica los medios, los totalitarismos precisan conseguir un consenso social que avale las prácticas violentas que llevan a cabo y las legitime. Los objetivos políticos de los totalitarismos son disciplinar a la sociedad y, en la mayoría de los casos (así en los que revisamos), aplicar un plan económico que privilegia a elites económicas minoritarias. Para ello se vuelve imprescindible unir a la cultura a través de la producción de odio social y miedo hacia un enemigo interno. De allí que se imponga la creencia en la necesidad de restaurar un supuesto orden quebrado por el peligroso enemigo y recuperar los valores que éste destruyó.

En Freud, Lacan y Laclau la operación de rechazo es, respectivamente, constitutiva de la realidad, del sujeto y de la construcción política hegemónica. En las tres teorías, la proyección al exterior de la pulsión de muerte, lo segregado en Lacan y el heterogéneo de Laclau (para estos últimos, se trata del objeto a que designa la imposibilidad), la conceptualización del rechazo estructural de ningún modo implica la conformación de un enemigo; más bien, el rechazo es aquello que en Lacan divide al sujeto y en Laclau constituye el conflicto político en dos campos adversarios (no en enemigos). Delimitar el lugar vacío e imposible de lo social hace posible la vida democrática, entendida como un lugar abierto para la invención política y la irrupción contingente del pueblo. En cambio, cuando en lugar de conformarse en una exclusión constitutiva que impide el cierre y el todo, el rechazo se sustancializa y es transformado en un ser, un enemigo ontológico, observamos como inevitable consecuencia el surgimiento de una sociedad unida por el odio. Situamos en esta vertiente esencialista toda una serie de fenómenos que producen exclusión social: distintas formas de racismo y fenómenos de xenofobia.
  
El gobierno argentino actual, estimulado por los medios de comunicación, intenta imponer una forma de concebir la república como un sistema de instituciones, leyes y costumbres, que debe suprimir los excesos del pueblo (la turba caótica) en la calle. Se fomenta entonces la idea de que la función de la democracia, “la buena”, pasa por el control del exceso colectivo –es decir, la represión del pueblo–, pues se juzga que sus manifestaciones son contrarias al orden republicano.
  
Esta concepción suscribe como ideal la instauración de la armonía y el consenso republicano, velos elegantes bajo los que se encubren inconfesados anhelos de supresión de la política. Se reprime la protesta social a través de la aplicación del protocolo de seguridad, se estigmatiza a los militantes como ñoquis, al kirchnerismo, a Milagro Sala, a los manteros, a los vagos choriplaneros, etc.
  
En un sentido opuesto al amor que tiende a la unión, el odio desune, separa, implica ruptura del vínculo social. Observamos la agudización de la hostilidad entre los semejantes: no poca gente aplaude los despidos a trabajadores, la represión a manifestantes, la persecución a militantes. Una cultura reunida por el odio y la construcción de un enemigo surgido del propio pueblo, es una cultura en riesgo que alimenta al monstruo de la violencia y la inseguridad.

Buenos Aires, 10 de marzo de 2016

*Psicoanalista (UBA)-Magister en Ciencias Políticas (IDAES)


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