La Tecl@ Eñe
Revista Digital de Cultura y Política
Ideas, cultura y otras historias.
Publicación fundada en 2001
Editor/Director: Conrado
Yasenza
La construcción
del jefe
La primera gran
acción ideológica de la derecha argentina moderna es crear una figura
aglutinante dentro del latifundio semiótico que ensaya una gran pedagogía de
“educación presidencial”. Durán Barba realizó la primera etapa de esa
construcción, el trabajo sucio. La segunda parte de la saga le corresponde
al gran aparato comunicacional que diseñó los andamios simbólicos de su fuerza
política. Esta es la fase superior de la construcción del jefe como el hombre
de virtudes extraordinarias cuyas videncias superan lo previsible: Mauricio
Macri.
Por Horacio
González*
(para La Tecl@
Eñe)
Mucho se ha
escuchado ya sobre las virtudes que condensaría la figura de Mauricio Macri,
llamado por Susana Giménez, en uno de sus programas, “presidente Mauri”. Está
en curso una vasta y definida acción para construir la figura omnisciente de
Mauricio Macri, a quien Morales Solá, en su editorial del domingo 20 de diciembre en La Nación ya llama el jefe, o
mejor dicho, alguien que tiene la “intuición del Jefe”. Ese editorial, parte de
una voluminosa actitud de elaboración de una efigie convocante o un postizo
arquetipo humanizado, marca un sendero que desde hace meses está siendo
transitado como una de las mayores operaciones ideológicas de la derecha
latinoamericana. Ya en oportunidad de las elecciones internas de su partido, se
elogió su decisión de impulsar a Rodríguez Larreta, cuando sus posibilidades
parecían menores que las de su contrincante. La apostura del jefe comenzaba a
insinuarse; “ve” por encima de los demás, “percibe” lo nebuloso o desconocido,
el escarpado camino por delante, mucho más allá que lo indicado por el sentido
común. Veamos cómo se inventa y se amasa esta conciencia exquisita del
neoliberalismo existencial, desde el “Mauri” que le dedica la televisión
central hasta el “Jefe” de La Nación. Es decir, desde la intimidad absoluta
hasta el absolutismo jerárquico.
La historia
del concepto mismo de jefe es muy conocida en la Argentina. Esta expresión es
habitual en la administración de cualquier entidad y tiene cierto valor neutro.
Hay chistes al respecto, “el que sabe sabe y el que no es jefe”. Es la
administración pública con su voz interna, su larga historia de humillaciones,
mordidas en el interior de la conciencia con una rabia secreta. Pero
precisamente porque es una palabra del acervo común, puede imantarse de toda
clase de fuerzas implícitas, y a veces oraculares. Todos recordamos el valor
que el peronismo le dio a esta palabra, nunca exenta de incomodidades. Pero en
el peronismo, figuraba en el centro de una serie de acciones, en general de
tipo decisionista, que podrían resumirse en ciertos juegos de destino,
percepción y carisma, que Perón resumía en la expresión bíblica “el óleo de
Samuel”, la unción por parte de un enviado especial de un nuevo rey, que surge
inopinadamente entre los que aparentemente son los más indicados, pero
que no poseen el soplo sagrado. Una particularidad del concepto de jefe es la
que lo fundamenta directamente en la cualidad de producir la
distinción entre leales y traidores. Desde la visión integral del Jefe, todo
leal puede ser traidor y viceversa, del mismo modo que en el gran texto de la
historia política –véase especialmente el gran escrito llamado El
Príncipe- esa facultad del Jefe es inescrutable y se efectúa por un sistema de
signos que hace chocar entre sí a una multitud de intérpretes, los más diversos
que pueda imaginarse.
Esta
historia fue muchas veces contada en el peronismo, todos conocemos sus
realizaciones y dificultades. Del mismo modo, nuestra época tuvo otras
versiones de jefaturas políticas que quisieron constituir para sí mismas la
aureola consagrada de un carisma especial. Las características de Menem,
netamente caudillescas, y acentuadas por un especial cuidado de su figura
personal a la manera de una fantasmagoría hecha de cosméticos y ungüentos, son
dignas aun hoy de reflexión. A Menem se le festejaban las supremas
incoherencias que producía en sus apariciones públicas, como una dotación
especial de su carácter generosamente inescrutable. Era otra forma de la
“intuición”. El poder es una estructura de ilusiones. No es que hay una
predestinación y luego se arriba al sitial decisionista por excelencia, donde
reina la ley de la excepción o el estado de ubicuidad insondable de un modo
permanente. A Menen le gustaba ese estado invencional que mezclaba al político
profesional, el hombre acaudalado, el pillo simpático y al “conductor”. Perón
había fijado en sus tempranos escritos la fuerte incompatibilidad de la figura
del caudillo con la del conductor. El primero era casi bárbaro, el segundo casi
científico. Pero es evidente que la historia nacional nunca permitió
acabadamente esta forma tan tajante de la distinción. El “Jefe” siempre siguió
siendo una figura mixturada y producida por las diversas formas de carisma, esa
extra-cotidianidad autoatribuida o conferida por lo que toda sociedad es frente
al poder, que no le es nunca externo: es en verdad un conjunto de hipótesis
ilusionistas. El poder es impalpable y lo destruye una palabra mal dicha, pero
también lo protege un mito moderno que los medios de comunicación siempre están
a punto de elaborar (y lo hacen) o de desmontar (y también lo hacen).
Con
Cristina Fernández de Kirchner ocurrió otra cosa. No es fácil definir su
figura, tomada por partes de fuentes inspiradoras heterogéneas, como pueden ser
Evita y la Pasionaria, pero también muchos arquetipos que dimanan de los juegos
comunicacionales de la hora. Al declararse “presidenta militante” introducía un
fuerte principio de desestabilización en lo que al mismo tiempo presentaba como
una figura retórica que se deseaba estable. Esa alternancia entre
estabilización y desestabilización (no exteriores, no como ataques hacia su
figura, que como se sabe fueron atroces, sino como categorías de su conciencia)
fue un producto de su propia autoconstrucción, hecha de una manera de profundo
interés, pues se recortaba y a la vez sobreimprimía sobre la de su marido
Néstor, y sobre la compleja saga del peronismo, estableciendo distintos tipos
de diferenciaciones. Una evidente, era su propensión discursiva basada en
fuertes encadenamientos metonímicos, que la llevaba por un sistema de
inferencias eslabonadas, desde altas consideraciones sobre la política
internacional, sólidos hallazgos en cuanto a análisis de la difícil coyuntura
interna, eficaces conductas de movilización colectiva, hasta fuertes
reduccionismos que no pocas veces la introducían involuntariamente en zonas
riesgosas de la interpelación pública, que aunque muchos la festejaran,
alimentaba el ensañamiento injusto y cruel hacia su figura. Dicho de otra
manera: la ironía es un recurso inmemorial. Pero usado con sarcasmo
sistemático, en muchas oportunidades se convertía en lo que parecía una
arbitrariedad persistente, cuando eran las argucias del débil para ensayar sus
respuestas a los grandes poderes que la acechaban. Pero estas reflexiones
deberían todavía acompañarnos un trecho más largo de la historia futura.
Volvamos
pues a “Mauri”. Estamos ante la primera gran acción (“operación”) de la derecha
argentina moderna por crear una figura aglutinante, poseedora en su desnutrido
origen de pocas virtudes personales y escasas potencialidades de liderazgo,
además de una fláccida oratoria. Pero este árido terreno es un punto de partida
para ensayar toda clase de operaciones. Nada más inspirador que ciertas
“tabulas rasas”. Asistimos a lo que se está convirtiendo desde hace
bastante tiempo, en un latifundio semiótico para ensayar una gran pedagogía de
“educación presidencial”. Al neoliberalismo podemos definirlo como una vasto
intento de crear personas artificiales, basadas en el consumo superfluo, la
fantasía de amor familiar, la saga de la herencia misteriosa y el “óleo de
Samuel” indistinguible de las preferencias del señorito, del dandi o del nuevo
aristócrata que es amigo de futbolistas, con un semblante un tanto desmañado. Con
todos esos elementos, un tanto dudosos, debe fabricarse un jefe. Durán Barba
hizo la primera tarea, casi lo que podríamos llamar el “trabajo sucio”.
Aprovechando cualidades seguramente preexistentes, acentuó el estilo de
desprecio e indiferencia que esa conciencia debía guardar ante cualquier
conflicto, y ayudó a lanzarlo como una personalidad etérea, un ser agraciado y
agradeciente, tocado por el impulso benefactor y despojado de deseos, mero
instrumento del bien común. Esta abolición de las mediaciones sociales en la
figura de la política y anulación de toda opacidad –como es la característica
esencial de toda existencia- fue el primer trabajo del tutor. Ahora, en manos
del gran aparato comunicacional que construyó los andamios simbólicos de su
fuerza política, aquella revocación mítica de las rugosidades propias de una
totalidad social, es seguida por la construcción del jefe como el hombre de
virtudes extraordinarias cuyas videncias superan lo previsible.
Morales
Solá, que nunca se caracterizó por conceder ninguna épica al mundo político,
ahora se halla a la cabeza de esa asombrosa forja del jefe. Sartre, en su
momento, había escritola Infancia del Jefe a fines de los años 30, donde un
joven aristócrata se convierte en un jefe industrial luego de un avatar
existencial repleto de conflictos familiares, sexuales e ideológicos. Falta en
el “Presidente Mauri” esa historia existencial del jefe, a quien más se lo
conoce por sus vicisitudes en un club de fútbol famoso y por ciertos conflictos
en el linaje patriarcal familiar, de los que algo deja deslizar en sus
discursos públicos, que han pasado del balbuceo al telepromter y del
telepromter a una seguridad pastoral en donde las piedras basales son palabas
como equipo y gracias, repetidas varias veces al uso de la celebridades
televisivas o del espectáculo. En el editorial del domingo 20, Morales Solá
escribe las palabras que a continuación copiamos:
Un breve
comentario a la luz de lo que dijimos, y saltando incluso por encima del grave
tema de la represión, que aquí ya se anuncia con todas las letras. No obstante,
nos interesa el análisis de la conciencia del Jefe, que Morales Solá ensaya a
la manera de quién la va construyendo, con suaves susurros en los oídos del
Príncipe. Prat-Gay “fue uno de los pocos que acompañó la intuición de
Macri”. Es decir, el Jefe ve más allá, algunos favoritos logran comprenderlo,
el comentarista también. Luego se menciona su “infinito malestar” por las
protestas sociales. Elegante manera de auscultamiento del alma del Jefe
preocupado, preparando su protocolo de intervención en las calles. Y por último
–aunque la lectura de todo el tramo es indispensable-, señalamos la expresión
“bramó”, que Morales Solá escribe con soltura. Muy expresiva dicción de Jefe.
Este “Jefe” intuye, brama, medita ante sus ministros, lo embargan infinitos
malestares. La derecha construye a su bramante jefe en la astucia de estas
formas de conciencia. Sabe que con textos como éstos, el jefe erigido y
confeccionado, será también un eficiente subalterno.
Buenos
Aires, 20 de diciembre de 2015
*Sociólogo.
Ensayista. Ex Director de La Biblioteca Nacional
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